miércoles, 18 de septiembre de 2013

Crítica de Cine: El Fantasma del Paraíso (1974), de Brian De Palma

Cada nueva adaptación de un clásico debe (o debería) volver a recordarnos por qué nos sentimos fascinados por él, y desenterrar otra capa más de su aura mítica. 
Despellejar la carne hasta que solo quede el hueso, buscar incansablemente a través de nuevos medios con el único propósito de formular las mismas preguntas, y ver si somos capaces de responderlas de manera diferente.
'El Fantasma del Paraíso' es una mezcla de esas historias prometeicas, que da luz a toda una nueva visión sobre estos clásicos. 'Fausto', 'El Fantasma de la Ópera', 'El Retrato de Dorian Grey' y 'Frankenstein' se dan cita en los fotogramas de esta arriesgada apuesta, reconstruyendo un nuevo mito a través de piezas de estos referentes. Y encima añadiendo como telón de fondo la escena musical rock de los 70. 
Si algo tienen en común todas estas obras es la consumación de la máxima belleza a través de la corrupción de la misma: en todas ellas, lo amoroso se vuelve doloroso, y toda lucha es una obsesión febril contra la propia destrucción.

Al principio vemos al protagonista Winslow Leech, interpretando canciones sobre sueños rotos y payasos llorosos sin realmente ser consciente de lo que cuenta. Es solo cuando pasa a ser El Fantasma, la sombra acechadora del Paraíso, cuando sus canciones se fortalecen del dolor de la pérdida y su letra se vuelve desgarradora. ¿Acaso solo la verdadera genialidad se forja a partir del sufrimiento? 
Permanece en el Paraíso porque realmente aquel es su paraíso, sin nada fuera de él, solo le queda colaborar  con el hombre responsable de su propia destrucción, Swan, poderoso promotor musical, para hacer la más grande cantata jamás escrita, un testimonio del descenso a los infiernos que atravesamos todos.
El mayor acierto consiste en hacer de Phoenix, musa del Fantasma, más un ideal que una persona a la que se pueda admirar. Al fin y al cabo, las fantasías no pueden aguantar el trato con la realidad mucho tiempo.

Pero en el fondo, la película trata sobre la creación del verdadero arte, frente a las personas encarnadas de corromperlo; el Fantasma contra Swan. Donde uno ve la fatalidad del destino, el otro se ríe de él con ironía. Se necesitan, porque uno tiene el talento y el otro los medios, pero no pueden evitar pensar que el otro tiene la pieza que les falta en su rompecabezas perfecto. (De ahí la idea de los contratos, simple papel para tratar de controlar a alguien en la vida real, poderosos tratados de pertenencia firmados con sangre aquí) 
Es en esos dos hombres donde reside el verdadero conflicto: evitar que los sentimientos reales queden degradados a meros entretenimientos, no hacer de la vida un circo a riesgo de privarla de su sentido.

Aunque más allá de eso, esta película es la confirmación de un mito: el vengador-pájaro que luchaba contra la corrupción de la belleza y escribía bellas melodías en el sótano de una sala de conciertos, con la única ilusión de ver a la mujer que amaba cantarlas. 
Un enorme y magnífico añadido al panteón de los héroes monstruosos torturados por su propia poética.

Nota: 9 / 10

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